domingo, 26 de enero de 2020

Sucedió en Carabanchel


Imagen tomada de pixabay.

Aurora se casó y tuvo su único hijo siendo muy joven. Contaba con veintidós primaveras. También enviudó joven, cuando rozaba los treinta y seis años. Fatalidades del destino. Si hubiera sido su única desgracia, habría sido llevadera; se podía sufrir con resignación. Incluso un día se podría superar. La tragedia era otra. Nunca había estudiado más allá de la educación secundaria y nunca llegó a trabajar, porque Ernesto, su esposo, ganaba lo suficiente para que ella se dedicase por entero a criar a Lorenzo, el hijo disminuido con que los había castigado la vida. O Dios. Nunca se sabe.

Ahora, cuando los primeros síntomas del trastorno de Lorenzo yacían en los anaqueles más inasibles del tiempo, cuando todo parecía tan lejano como si nunca hubiera existido, como si fuera parte de un juego onírico, Aurora entraba en la cuesta abajo de la vida. Y con muchos achaques; fruto de noches de vigilia, de comidas no ingeridas, de vacaciones no disfrutadas, de fines de semana sin reposo. Ya no contaba primaveras, contaba acaso otoños, aunque le parecían inviernos. Muchos. Setenta y ocho. Lorenzo cincuenta y seis, pero con las mismas limitaciones que tuvo siempre y la misma mentalidad de un niño de cuatro años.

Una incertidumbre mayúscula asaltaba hoy a Aurora. Nunca antes la había pensado sosegadamente, le había asomado por la mente de manera fugaz, pero hoy se detuvo y quedó aparcada. El malestar era tal que tuvo que ir al médico y dejar a una buena familia vecina al cuidado de Lorenzo. «No se preocupe, señora Aurora, yo me quedo con él», le dijo la joven Pilar, la hija mayor de la familia de al lado. Aurora le dejó la comida hecha y la hizo anotar algunos detalles para que no tuviera dudas. Ella no utilizaba los nuevos teléfonos móviles, de manera que no había otra forma de conocer esos detalles que no fuera anotándolos en un papel. Detalles sobre cómo cuidarlo, qué decirle, qué no contestarle para que no se transformara en un niño malcriado de cincuenta y seis años, cómo limpiarlo en el baño, cuándo y cómo darle la comida. Solo el cursillo para atenderlo les demoró casi una hora.

Aurora había gozado de buena salud toda su vida; apenas habría ido al médico un par de ocasiones y, en los últimos años, solo a vacunarse contra la gripe cada mes de octubre. Pero ahora era distinto, ahora la biología, o la vida, nunca se sabe, le quería cobrar todas esas noches de insomnio y años de salud que le habían parecido gratuitos. No, no eran gratuitos. El crédito estaba por vencerse.

Tenemos que hacerle unos estudios, le dijo el médico. Estos se los hace aquí, ahora mismo; la resonancia magnética tiene que hacérsela en el hospital en dos días. Qué tragedia, tendría que volver a dejar a Lorenzo bajo el cuidado de Pilar. Una vez era un favor, pero dos veces ya no. Con la miseria que cobraba por las pensiones, la de vejez de ella y la de incapacidad de Lorenzo, no alcanzaba para contratar a una enfermera. «Pilar, he pensado que podría pagarte para que te encargues de él. ¿Cuánto crees que estaría bien?». La chica no sabía, ella estudiaba en la universidad y no tenía idea de si estaba bien cobrarle y menos aún cuánto. «Déjeme consultar con mis padres, señora Aurora. Le aviso esta tarde».

—Yo sabía que algún día iba a pasar esto. Pero ¿qué podemos hacer nosotros? No tenemos ninguna obligación, no somos familiares de ellos, solo vecinos —dijo la madre de Pilar.
—Ya le ayudaste un día. Ayúdale de nuevo pero cobrándole, para que no se acostumbre a lo gratuito —dijo el padre.
—¿Y cuánto le podré cobrar?
—Cóbrale ocho por hora. ¿Cuánto puede demorar en el hospital?
—El otro día fueron cuatro horas.
—Bueno, treinta y dos, a ocho la hora.

Aunque por dentro a Aurora le pareció mucho, aceptó ese pago y le dio por adelantado treinta y dos euros a Pilar. Marchó al hospital angustiada y triste. Sospechaba que la película llegaba a su fin. Así era.

En la nueva consulta con el médico, en la que se discutiría la información que arrojara la resonancia, llevaría a Lorenzo, pues no estaría mucho rato en el consultorio. Cuando salió de la sala tenía lágrimas en los ojos. Lorenzo la vio y le pasó las manos por los ojos para secárselos. A pesar de su invalidez, sabía que quien había cuidado de él toda su vida lloraba y sintió que era su deber enjugarle las lágrimas. Pronto ella sacó su pañuelo del bolso y sustituyó las manos de su progenie por el suave y absorbente tejido: no bastarían las manos de Lorenzo para deshacerse del caudal de lágrimas que brotaban de sus ojos. Logró recuperar su blanca tez y cubrir la secuela del llanto antes de que la vieran sus vecinos llegar. «Sí, todo está bien», les dijo sin convencerlos.

No sabía qué hacer. Lorenzo y ella estaban solos en este mundo, ni un solo familiar, ni cerca ni lejos, en ningún sitio. Los dos hermanos de su esposo ya habían muerto y los hijos de ellos ni siquiera sabía dónde estaban, a qué lugar habrían emigrado. Se lamentó de haber perdido contacto con ellos. Tampoco es que ellos se harían cargo de Lorenzo en caso de una ausencia de ella, claro que no; tenían cada uno su vida y cuidar a Lorenzo era un trabajo mayor que el de cualquiera. No eran ocho horas diarias en una oficina o en otra labor cinco o seis días a la semana. Eran casi las veinticuatro horas del día los siete días de cada semana, de cada mes, de cada año. No, nadie podría hacerse cargo de Lorenzo, mucho menos ese señor gordo e inmundo llamado Estado.

«Nada salió como lo planeamos, Pedro», le dijo a una fotografía de su esposo. «Todo salió mal, el niño, tu accidente y ahora esto. Ha sido una vida de desdichas y penurias. Ya no puedo más, Pedro. Perdóname, perdóname, por favor», dijo mientras espolvoreaba con un polvo blanco la sopa para cenar. Mientras comía, pensó: «¿Cómo hubiera podido yo saber hace cincuenta y seis años que, si bien por motivos diferentes, haría lo mismo que Magda Goebbels? Que Dios me perdone».

Esa noche, ambos tomaron la sopa y vieron un poco de televisión. Ese día no lavó los platos y se acostaron más temprano que de costumbre para dormir el sueño infinito, ese que nunca termina.

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