domingo, 26 de enero de 2020

Sucedió en Carabanchel


Imagen tomada de pixabay.

Aurora se casó y tuvo su único hijo siendo muy joven. Contaba con veintidós primaveras. También enviudó joven, cuando rozaba los treinta y seis años. Fatalidades del destino. Si hubiera sido su única desgracia, habría sido llevadera; se podía sufrir con resignación. Incluso un día se podría superar. La tragedia era otra. Nunca había estudiado más allá de la educación secundaria y nunca llegó a trabajar, porque Ernesto, su esposo, ganaba lo suficiente para que ella se dedicase por entero a criar a Lorenzo, el hijo disminuido con que los había castigado la vida. O Dios. Nunca se sabe.

Ahora, cuando los primeros síntomas del trastorno de Lorenzo yacían en los anaqueles más inasibles del tiempo, cuando todo parecía tan lejano como si nunca hubiera existido, como si fuera parte de un juego onírico, Aurora entraba en la cuesta abajo de la vida. Y con muchos achaques; fruto de noches de vigilia, de comidas no ingeridas, de vacaciones no disfrutadas, de fines de semana sin reposo. Ya no contaba primaveras, contaba acaso otoños, aunque le parecían inviernos. Muchos. Setenta y ocho. Lorenzo cincuenta y seis, pero con las mismas limitaciones que tuvo siempre y la misma mentalidad de un niño de cuatro años.

Una incertidumbre mayúscula asaltaba hoy a Aurora. Nunca antes la había pensado sosegadamente, le había asomado por la mente de manera fugaz, pero hoy se detuvo y quedó aparcada. El malestar era tal que tuvo que ir al médico y dejar a una buena familia vecina al cuidado de Lorenzo. «No se preocupe, señora Aurora, yo me quedo con él», le dijo la joven Pilar, la hija mayor de la familia de al lado. Aurora le dejó la comida hecha y la hizo anotar algunos detalles para que no tuviera dudas. Ella no utilizaba los nuevos teléfonos móviles, de manera que no había otra forma de conocer esos detalles que no fuera anotándolos en un papel. Detalles sobre cómo cuidarlo, qué decirle, qué no contestarle para que no se transformara en un niño malcriado de cincuenta y seis años, cómo limpiarlo en el baño, cuándo y cómo darle la comida. Solo el cursillo para atenderlo les demoró casi una hora.

Aurora había gozado de buena salud toda su vida; apenas habría ido al médico un par de ocasiones y, en los últimos años, solo a vacunarse contra la gripe cada mes de octubre. Pero ahora era distinto, ahora la biología, o la vida, nunca se sabe, le quería cobrar todas esas noches de insomnio y años de salud que le habían parecido gratuitos. No, no eran gratuitos. El crédito estaba por vencerse.

Tenemos que hacerle unos estudios, le dijo el médico. Estos se los hace aquí, ahora mismo; la resonancia magnética tiene que hacérsela en el hospital en dos días. Qué tragedia, tendría que volver a dejar a Lorenzo bajo el cuidado de Pilar. Una vez era un favor, pero dos veces ya no. Con la miseria que cobraba por las pensiones, la de vejez de ella y la de incapacidad de Lorenzo, no alcanzaba para contratar a una enfermera. «Pilar, he pensado que podría pagarte para que te encargues de él. ¿Cuánto crees que estaría bien?». La chica no sabía, ella estudiaba en la universidad y no tenía idea de si estaba bien cobrarle y menos aún cuánto. «Déjeme consultar con mis padres, señora Aurora. Le aviso esta tarde».

—Yo sabía que algún día iba a pasar esto. Pero ¿qué podemos hacer nosotros? No tenemos ninguna obligación, no somos familiares de ellos, solo vecinos —dijo la madre de Pilar.
—Ya le ayudaste un día. Ayúdale de nuevo pero cobrándole, para que no se acostumbre a lo gratuito —dijo el padre.
—¿Y cuánto le podré cobrar?
—Cóbrale ocho por hora. ¿Cuánto puede demorar en el hospital?
—El otro día fueron cuatro horas.
—Bueno, treinta y dos, a ocho la hora.

Aunque por dentro a Aurora le pareció mucho, aceptó ese pago y le dio por adelantado treinta y dos euros a Pilar. Marchó al hospital angustiada y triste. Sospechaba que la película llegaba a su fin. Así era.

En la nueva consulta con el médico, en la que se discutiría la información que arrojara la resonancia, llevaría a Lorenzo, pues no estaría mucho rato en el consultorio. Cuando salió de la sala tenía lágrimas en los ojos. Lorenzo la vio y le pasó las manos por los ojos para secárselos. A pesar de su invalidez, sabía que quien había cuidado de él toda su vida lloraba y sintió que era su deber enjugarle las lágrimas. Pronto ella sacó su pañuelo del bolso y sustituyó las manos de su progenie por el suave y absorbente tejido: no bastarían las manos de Lorenzo para deshacerse del caudal de lágrimas que brotaban de sus ojos. Logró recuperar su blanca tez y cubrir la secuela del llanto antes de que la vieran sus vecinos llegar. «Sí, todo está bien», les dijo sin convencerlos.

No sabía qué hacer. Lorenzo y ella estaban solos en este mundo, ni un solo familiar, ni cerca ni lejos, en ningún sitio. Los dos hermanos de su esposo ya habían muerto y los hijos de ellos ni siquiera sabía dónde estaban, a qué lugar habrían emigrado. Se lamentó de haber perdido contacto con ellos. Tampoco es que ellos se harían cargo de Lorenzo en caso de una ausencia de ella, claro que no; tenían cada uno su vida y cuidar a Lorenzo era un trabajo mayor que el de cualquiera. No eran ocho horas diarias en una oficina o en otra labor cinco o seis días a la semana. Eran casi las veinticuatro horas del día los siete días de cada semana, de cada mes, de cada año. No, nadie podría hacerse cargo de Lorenzo, mucho menos ese señor gordo e inmundo llamado Estado.

«Nada salió como lo planeamos, Pedro», le dijo a una fotografía de su esposo. «Todo salió mal, el niño, tu accidente y ahora esto. Ha sido una vida de desdichas y penurias. Ya no puedo más, Pedro. Perdóname, perdóname, por favor», dijo mientras espolvoreaba con un polvo blanco la sopa para cenar. Mientras comía, pensó: «¿Cómo hubiera podido yo saber hace cincuenta y seis años que, si bien por motivos diferentes, haría lo mismo que Magda Goebbels? Que Dios me perdone».

Esa noche, ambos tomaron la sopa y vieron un poco de televisión. Ese día no lavó los platos y se acostaron más temprano que de costumbre para dormir el sueño infinito, ese que nunca termina.

§


viernes, 24 de enero de 2020

Los nuevos señores feudales


Imagen tomada de pixabay.


Evelia fue contactada por la estación de televisión de nuevo. Esteban, el periodista que llevaba un programa de opinión política, quería entrevistarla. Ya se lo había manifestado a los productores aquél día en que ofreció una entrevista a Héctor, el comunicador del programa de cotilleo. Las maquilladoras no hicieron esfuerzos por hacerla más blanca en esta ocasión. No solo porque ya no estaba quemada por el sol, también porque Esteban les instruyó a ello. Solo le extenderían en el rostro la capa que evita las iridiscencias que las potentes lámparas de iluminación producen en la piel.

En esta entrevista, ella no estaría sola con el entrevistador; se enfrentaría a Esteban y a otro periodista que, al principio, no sabía si estaba ahí para entrevistarla o para ser entrevistado. No lo descifró al comienzo del programa porque Esteban se dirigía a él en franca conversación, preparando la introducción, sin preguntarle nada. Además, el fulano, de nombre Isidro, le hacía preguntas a su colega. Este, dirigiéndose a ella, luego de presentarla a la teleaudiencia, por fin le formuló la primera pregunta.

—Bienvenida. ¿Y a usted qué opinión le merece que el referéndum sea regional o nacional?
—Muchas gracias. Eso depende de la relación que se haya definido entre el Estado y la Comunidad Autónoma, la cual desconozco. El que lo hayan hecho regional en Escocia no significa nada, depende del tratado que se haya firmado entre los entes antes mencionados.

Con esta respuesta, ya Esteban pudo calibrar a su entrevistada. Estaba complacido de tener a alguien que, en principio, le parecía objetivo e imparcial. Isidro le preguntó la siguiente.

—¿Cuál cree usted que es el objetivo de los grupos separatistas?
—El poder.
—¿Podría ser más explícita, por favor? —insistió Isidro.
—Las izquierdas mutan, se mimetizan. Si la lucha de clases no le funciona, inventan otra. En este caso, en Iberia hay clases, pero hay un estado de bienestar que ha difuminado un poco el abismo entre ellas; entonces inventan la lucha entre sexos, sembrando una recalcitrante androfobia, o la separación de una región del resto.
—¿Podría ampliar, Evelia? —inquirió Esteban.
—Saben que jamás, o a muy largo plazo, lograrían el poder de todo el Estado; entonces separan una parte del pastel para ellos; quieren ser los reyes de una región, obtener el poder hegemónico en una región. No podrán robar tanto, pero robarán más pronto que tarde, durante su vida útil.

Los dos periodistas se vieron las caras; por sus miradas parecía que no sabían quién debería hacer la siguiente pregunta. Incluso hicieron ademanes con las manos para cederle el turno uno al otro y ambos se lo regresaban al otro. Luego de una sonrisa cómplice, Esteban continuó.

—Es decir, ¿que quieren ser una especie de nuevos señores feudales?
—Claro.
—¿No piensa usted que detrás de todo eso está un proyecto identitario, que diferencia a las culturas y a las zonas de enraizamiento de dichas culturas y quieren su autonomía e independencia legítimas?

Una risotada de Evelia dejó desguarnecidos a Esteban y a Isidro. Estaban nerviosos esperando la respuesta de ella y deseaban que no fuese una tomadura de pelo.

—¡Ja, ja! ¿De verdad usted piensa eso? Yo no.
—¿No cree eso?
—¡Por favor! Eso es una ingenuidad. Eso es lo que ellos han hecho creer con su discursito. Los progres son muy buenos haciendo discursos. No hacen países, no saben hacer países, los destruyen; pero hacen unos soberbios discursos apologéticos. Eso sí lo saben hacer, son artesanos de la retórica. Y de la mentira.

De nuevo, Isidro y Esteban se cedían el derecho a preguntar, no por cortesía, sino porque la conversación no estaba yendo por donde ellos habían previsto.

—¿Por qué ha ocurrido esto?
—¿El qué, el que hagan discursos atrapa bobos?
—No, el que quieran hacer esto, separarse y montar tienda aparte.
—Ya le he dicho, quieren el poder. Como no pueden ser cabeza de león, prefieren ser cabeza de ratón que cola de león.
—Me explicaré mejor: ¿por qué ha ocurrido esto, qué se ha hecho mal?
—El Estado los dejó libres en su comarca y ellos, con ese proyecto en mente, bien lo hayan engendrado ellos o lo hayan importado, han adoctrinado a la población con su discursito discriminatorio y racista.
—¿Se les dejó rienda libre al adoctrinamiento?
—En efecto. Son sociedades adoctrinadas, yo las veo adoctrinadas como a los chavistas, igualito. Eso debe venir de hace tiempo, no es nuevo. Quizás en la época de Pujol, o antes. No exterminaron el mal de raíz, dejaron esa tarea para más tarde. El más tarde es hoy, es ahora. Y mucho me temo que ya es tarde.

Isidro, esta vez pidió la oportunidad de palabra.

—¿Por qué cree que es tarde?
—Porque es irreversible. No se podrá hacer nada de manera civilizada. El daño es inmenso.
—¿No cree que sienten cabeza y se olviden de esta oligofrenia?
—Para nada. Es evidente que son unos... ¿cómo le dicen los españoles?... críos, unos críos. Son unos críos delincuentes, tal como los chavistas. Ahora que tienen a su compinche en el gobierno, digamos que del Estado central, pues...
—¿Qué cree que va a hacer la Unión Europea en este trance? —preguntó Esteban.
—Le podría contestar parafraseando a Rhett Butler: «Francamente, a Iberia le importa un bledo lo que diga la UE. De igual manera, a la UE le importa un bledo lo que haga Iberia». Ahora todos entendemos porqué el Reino Unido, siempre tan astuto él, se ha ido de la UE, ¿está claro, no?
—No puede ser, señora Ramírez, debe haber alguna reacción, no sé...
—Sí, habrá reacciones, como las ha habido en relación con el caso de los golpistas, a quienes han defendido. Son palabras dichas y escritas, solo eso, palabras. Nada más, a los demás países eso parece importarles un comino. Por cierto, están en un error al respecto. Quizás algunos estados lo lamenten, pero la mayoría desearía un desmembramiento, así —en principio— quedan mayores opciones para ellos. Piensen en lo jugoso que sería la reconstrucción de una nación en ruinas. Quizás haya alguna agenda oculta que nosotros ni sospechamos...

En ese momento, Esteban cortó para ir a comerciales. «Caramba, señora Evelia, ni Losantos es tan agrio, ¡por favor!», le dijo Isidro, que ahora parecía tener casi más jerarquía que Esteban. «A mí nadie me paga para que diga lo contrario, ni lo diría si me pagaran; tampoco para que diga lo que pienso, que es lo que estoy diciendo. Soy sincera con lo que digo». «Pero es muy crudo, puede traernos problemas, señora Evelia», dijo Esteban. «En ese caso no tenían que haberme invitado. No voy a ser complaciente ni responder a censura previa». Regresaron al programa e Isidro le preguntó:

—Usted acaba de decir que sería un error de la UE que les importe un rábano que Iberia se descuartizase, ¿podría aclararnos por qué piensa eso?
—La UE cada vez se muestra más fracturada, ni siquiera se molesta en disimularlo. El brexit ha sido una estocada que ha dejado desnuda a la UE, o le ha tomado una radiografía, como quiera que sea. Aunque fuera una posición hipócrita, deberían mostrarse más unidos, deberían tener más solidaridad unos países con otros en lugar de desear el desmembramiento de sus países socios, como pareciera ser el caso de algunos de ellos. Parecen olvidarse del gigantesco lobo que tienen al este.
—¿Se refiere a Rusia?
—¿Cuál si no?
—¿A qué se refiere?
—¿Usted cree que solo quieren vender gas?
—¿Se refiere a sus ánimos expansionistas?
—Por supuesto, ánimos, talante y vocación expansionista e invasora. Una UE débil es lo que más quieren. No me extrañaría, para nada, que este grupo de criminales estuvieran financiados, de manera indirecta por supuesto, por el Kremlin.

Llegado a este punto, el director del programa simuló una falla técnica que precipitó el final del programa. «Ha sido muy didáctica, pero muy directa. La tendremos en otro programa. Muchas gracias», le dijo Esteban, a medio camino entre un cumplido hipócrita y la real fascinación por contar con alguien que dijera cosas que él no se atrevía. Isidro también se despidió de la doña: «Hasta una próxima ocasión, señora Ramírez. Muchas gracias»; «Si es que hay una próxima ocasión», dijo ella. «¿Por qué no la habría?»; «Porque a lo mejor quedamos en países distintos, como hizo el muro de Berlín».


viernes, 3 de enero de 2020

El coriano


Imagen tomada de pixabay.


La jornada había concluido, eran las cinco de la tarde y los vaqueros ya estaban desensillando a los caballos para bañarlos, como todos los días. En los gestos de las bestias se leía que estaban contentos porque se acercaba la hora de refrescarse y comer un poco de maíz antes de retirarse a pastar y luego a descansar. Los tres vaqueros bañaron con agua y cepillo a sus corceles. Por la carretera de entrada a la hacienda, una figura humana se acercaba caminando. Eran las seis y el sol ya tenía su mitad inferior oculta tras los árboles más altos de la sabana. Siendo la hora del ocaso, era menester actuar con precaución, pues la silueta no era conocida por ninguno de los presentes. ¿Un desconocido a la hora en la que menguaba el día?

«¿Entonces no es nadie que ustedes conozcan?». «No, patrón, ese no es de por aquí». A medida que la silueta se hacía más nítida, más seguridad mostraban los vaqueros y la cocinera de que el visitante no era de la zona. El patrón se llevó a la boca una pizca de chimó y fue a buscar su escopeta. Era una arma nueva, de dos cañones; la revisó, la cargó con dos cartuchos de calibre doce y la apoyó en la pared, de pie, con la culata en el piso. Guardó dos cartuchos más en un bolsillo, buscó una banqueta y se sentó al lado de ella, con la espalda vertical, separada de la pared. Los vaqueros se retiraron a cenar. A los pocos minutos llegó el desconocido. Traía en su espalda un morral, del que emergía el mango de un machete.

—Buenas tardes, patrón.
—Buenas tardes.

El patrón esperó unos segundos a que el enigmático visitante, que ojeaba todo en derredor, dijese qué deseaba, para qué estaba ahí. En vista de su silencio, él preguntó: «Dígame, qué desea». El hombre pareció recuperarse de un ejercicio de gran concentración mental que realizó para llevar a cabo el registro ocultar del entorno, nuevo para él. «Ando buscando a Eleuterio Domínguez. ¿Usted lo conoce?». El patrón recostó su espalda de la pared y escupió chimó, bañando el tallo de un semeruco cercano con el repugnante fluido.

En la cocina, los tres vaqueros y la cocinera tomaban la cena en silencio para no perderse nada de la conversación que sucedía a pocos metros. Para que los dos pequeños tusos se mantuvieran entretenidos y no hicieran ruido, los cuatro comensales le lanzaban sobras de comida. Cuando oyeron decir el nombre que pronunció el visitante dejaron de comer en el acto. La cocinera y los otros dos vieron con ojos desorbitados a Eleuterio.

—No, no lo conozco. ¿Y usted para qué lo busca?
—Ah, pero si no lo conoce ya no le debe interesar para qué lo busco...
—¿Y quién le dijo que lo buscara aquí?
—Unos hombres del pueglo me dijeron que trabajaba aquí. Me dijeron: «Ese trabaja en el hato El Semeruco». ¿Trabaja aquí?
—No. Ya le dije que no lo conozco. Los que le dijeron a usted eso se equivocaron.
—¡Gua! ¿Y entonces?

La cocinera continuó comiendo y los otros dos también. Eleuterio seguía pendiente de lo que se hablaba afuera. Se levantó de la mesa con sigilo y agarró un cuchillo de los que había en la cocina. Tomó el más grande. La cocinera susurró: «¿Y usted qué le hizo a ese?», «Nada, ni siquiera lo conozco», murmuró él. «¿Entonces?», preguntó uno de los vaqueros.

—Así como se lo digo. Aquí no trabaja nadie con ese nombre. ¿Era gente de El Palmar los que le dijeron?
—¿No será que él se presentó aquí con otro nombre?
El patrón echó otro esputo de chimó antes de decir: «No».
—¿Usted me permitiría ver al personal que trabaja aquí?
—¿Para qué quiere verlo?
—Pues para ver si Eleuterio está aquí; usando otro nombre, claro.
La amabilidad inicial del forastero mutaba progresivamente hacia tonalidades más agrias.
—¿Y qué le hizo a usted ese tal Eleuterio, si se puede saber?
—Eleuterio Domínguez mató a mi padre.
Otro escupitajo de chimó, más grande que los anteriores, más asqueroso, regó el tallo de una guanábana que estaba próxima.
—Esa es una acusación muy grave. ¿Usted no ha denunciado los hechos a la policía?
—No, patrón. La policía no me va a resolver nada. Yo lo resuelvo, lo mato y se acabó.
—¿Y si usted está equivocado? Podría haber sido otra persona.
—Que usted lo esté defendiendo tanto me hace pensar que está aquí. ¿Está aquí?


Imagen tomada de pixabay.


Dentro, en la cocina, la mujer recogió los platos en silencio y los puso en el fregadero. Los dos vaqueros tomaban café y veían sorprendidos a Eleuterio. «¿Es verdad, Eleuterio?». Él negó con el dedo y luego lo puso sobre los labios para solicitar silencio a su compañía. «Ay, Eleuterio, ¿en qué lío se ha metido, ah?», musitó ella.

—No, no está. Pero pase para que lo vea usted mismo.
Eleuterio salió de la cocina por una puerta auxiliar que estaba en la parte de atrás, que daba con un pequeño huerto que la mujer mantenía. Ahí sembraba tomates, ají, pimentones, caraotas y quinchoncho. El agraviado entró en la cocina. «Buenas tardes tengan los señores. Buenas tardes, señora». Todos contestaron con cortesía seca a su saludo. «Ya veo que aquí no está. ¿Ustedes no conocen a Eleuterio Domínguez?».

A todas estas, ya Eleuterio estaba escondido en una pequeña montaña muy densa, poblada de samanes, jobos y ceibas, ubicada a unos treinta metros del escuálido campamento del fundo. El visitante recorrió con la vista la cocina. «Les quedó abierta esa puerta», dijo, señalando la puerta por la que Eleuterio acababa de escabullirse. Dio media vuelta y volvió a hablar con el patrón.

«¿Ustedes conocen a ese?», preguntó la cocinera a sus compañeros, hablando en voz muy baja. Ambos negaron con la cabeza. «¿Ese no es el hijo de Arturo?», preguntó ella. «¿Cuál Arturo?», inquirió uno de los vaqueros. «El que tenía una finca como a media hora de El Palmar, yendo a pie en vía a Soledad; una finquita pegada al río, frente a una romana que hay acullá».

—Ahí no está Eleuterio, patrón. Pero algo me dice que puede estar cerca. Ahí hay tres caballos recién bañaítos y adentro hay dos hombres. Un tercero parece que se fugó por la puerta de atrás. ¿Por qué lo protegen? ¡Es un asesino!
El patrón veía cada vez más difícil convencer al visitante de que ahí no estaba su presa.
—Uno de los caballos es el mío. Haga una cosa, vaya a la policía a poner la denuncia si está tan seguro de eso.
—¿Cómo no voy a estar seguro si lo vi yo con mis propios ojos?
—¿Y cómo es que no lo agarraron al momento?
—¡El hombre andaba armado de escopeta y con dos más! Yo estaba solo con mi mama. Fíjese, yo no tengo escopeta, solo cargo un machete, con el que lo voy a matar.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó el patrón, para confirmar su sospecha.
—Hace dos semanas, patrón.

La mujer volvió a susurrar a sus compañeros. «Sí, es el hijo del viejo Arturo, el de la finquita que yo dije». «¿Y por qué Eleuterio hizo eso?», preguntó uno. «Nosotros no lo conocemos; ese carajo empezó a trabajar aquí hace diez días. A lo mejor anda escondiéndose de la familia del finado», contestó el otro.

Llegado a este punto, ¿qué podía decir el patrón para persuadir al forastero de que cejara en su venganza? Solo le reiteró que era su derecho denunciar a la policía, pero eso no lo convenció.
—No, patrón. Esos lo van a meter preso unos días y después lo sueltan; aquí no hay justicia. Esta es la justicia —dijo, agarrando el machete que tenía en la mochila y enarbolándolo. Gesto que movió al patrón a tomar la escopeta y encañonar al sujeto en un movimiento rápido como un rayo.
—¡Cálmese, suelte ese machete!, ¡váyase! Váyase tranquilo y déjennos en paz. Ese no es nuestro asunto —dijo el patrón, sin dejar de apuntarle, mientras esputaba otro repulsivo gargajo de chimó que se estrelló a diez centímetros de los pies del hombre.
El extraño guardó el machete en el morral. «Hágame el favor, patroncito, si ve a Eleuterio, dígale que lo voy a matar. Adiós». El hombre dio media vuelta y se marchó. 

Era luna llena, la silueta del forastero abandonando la hacienda dejó de verse a los quince minutos, cuando se mimetizó con los arbustos y los jobos que custodiaban ambos lados del camino. Los vaqueros se asomaron por la puerta de la cocina y confirmaron que el visitante ya se había ido. El patrón entró a comer. «Vamos a avisarle que ya puede salir de la montaña», dijo uno de los hombres. La cocinera le sirvió el hervido de res al patrón y se puso a lavar los platos mientras los dos vaqueros salieron a notificar a Eleuterio. «Ya puede salir, Eleuterio, ya el hombre se fue», dijo uno en voz baja. Estuvieron casi media hora buscándolo por la intrincada montaña pero no lo consiguieron. Se regresaron al campamento. «Ese se jodió», dijo ella. «¿Por qué?», preguntó el patrón. Uno de los vaqueros y la mujer contestaron al mismo tiempo: «Porque esos son corianos». «¡Vamos a ser compadres!», exclamó ella.

—Vaya buscando otro vaquero, patroncito —dijo la mujer cuando le sirvió el café.

Al día siguiente, luego de hallar el cuerpo de Eleuterio, que tenía incontables cortes de machete, el patrón fue hasta El Palmar a informar a la policía para que retiraran el cadáver.

—¿Entonces nadie sabe qué pasó ni quién fue? —preguntó el policía a los dos caporales y a la mujer. Los tres negaron con la cabeza. El patrón, que estaba presente, también lo negó mientras lanzaba un escupitajo de nauseabundo chimó contra la guanábana, embadurnándole el tallo.


miércoles, 1 de enero de 2020

Predicciones de Evelia


Imagen tomada de pixabay.


El estudio de televisión estaba abarrotado de público. Las doscientas ochenta plazas se coparon dos horas antes de la entrevista. Fuera de la estación de televisión quedaron a la espera más de trescientas personas. Para satisfacer a su audiencia, colocaron una pantalla gigante, así podrían ver desde la calle el programa que había despertado la curiosidad de todos. A pesar del frío (el termómetro marcaba dos grados), la mayoría de la gente esperó para ver el programa en la gran pantalla. Pocos se fueron a verlo a sus hogares.

Adentro, los maquilladores le daban los últimos toques al rostro de Evelia. Había estado en la playa durante dos semanas antes de ir al programa y estaba tostada por el sol; la maquillaban para blanquearla un poco y hacerla menos morena. Pensaron los productores que su credibilidad era mayor si se mostraba algo más blanca; no deseaban que diera la impresión de pitonisa o sacerdotisa vudú. Sin embargo, sus facciones no podían esconder un pasado africano, de etnia indubitablemente negra. Estaba tranquila, como si el maquillarla para la televisión fuera algo natural y ordinario en su vida. No era así, era la primera vez que acudía a un programa de televisión. Sus predicciones anteriores las había publicado en las redes sociales y se propagaron como pólvora. Para desgracia del país destinatario de lo que anticipó, los acontecimientos sucedieron tal como lo había predicho. Ahora, un nuevo evento, la puso en la diana de las televisoras. Lo que fuera a decir, saldría publicado en la televisión antes que en las redes sociales. Hacía mucho tiempo que la televisión no se adelantaba a propagar una noticia antes que internet. Esta era su gran oportunidad.

Héctor, el anfitrión, la saludó antes de comenzar el programa y charló con ella mientras la peinaban. «¿Qué me va a preguntar?». «Le preguntaré primero cómo llegó a predecir lo que pasó y después cuáles son sus predicciones para lo que viene», le contestó Héctor. «Supongo que ambas preguntas no son difíciles para usted». «No me pregunte cosas incómodas, por favor». «No, no lo haré, no le haré preguntas incómodas. Esté tranquila». La calma que tenía cuando la maquillaron comenzaba a disiparse y a ser sustituida por los nervios. Héctor lo notó. «Cálmese. Si le pregunto algo que no quiera contestar, me hace una seña y cambiaré la pregunta. En el plató le diré cuál es la seña. ¿Vale?». «Vale». Después de peinarla, le ofrecieron un vestido enterizo, holgado, muy bonito. La tela era estampada con enormes flores rojas y amarillas sobre un fondo de hojas con distintas tonalidades de verde y cetrino. Se lo puso y salió al plató. Héctor se anudó una corbata roja y se puso la chaqueta. Estaban listos, en cinco minutos comenzaría el programa. Después de unas palabras de Héctor al público de grada y a los televidentes, presentó a la invitada y comenzó la entrevista.

—Evelia Ramírez, venezolana emigrada en el año 2017; perteneciente a la diáspora originada por la revolución bolivariana. Bienvenida a nuestro programa. ¿Es usted clarividente?
—Muchas gracias. No, en absoluto.
—Pero usted predijo hace unos meses lo que iba a ocurrir con total precisión, ¿a qué se debe, entonces, si no es clarividente?
—No hace falta ser clarividente, solo darse cuenta de los actores y de las acciones que han emprendido.
—Como por ejemplo...
—Las ansias de poder por el poder. El poder como fin en sí mismo. Ni siquiera Chávez las mostraba antes de ser presidente, pero luego... ya sabemos.

Héctor, que no estaba muy informado del proceso revolucionario del país sudamericano, quedó con ganas de más explicación.

—¿Ya sabemos? ¿Acaso después sí mostró adoración por el poder?
—Claro, ¿usted no lo sabe? A tal punto que cometió varios fraudes electorales para perpetuarse en el poder.
—Bueno, no creo que sea este el caso...
—Ya veremos si es el caso o no —interrumpió ella—. Yo creo que sí, yo veo que este sujeto adora más al poder que Chávez. ¡Y lo ostenta con arrogancia!, ¿usted no se da cuenta?

Héctor vio un mensaje en el teleprónter: «¡Cuidado!». Evelia no tenía acceso al mensaje. Él había ejercido casi toda su vida como periodista en programas de cotilleo, de farándula. Esperaba que este fuese lo mismo. Le advirtieron que se trataba de una adivina que predijo lo que iba a pasar y pasó; ahora, para tener la primicia de más presagios, tenían la oportunidad de entrevistarla. Él barruntó que sería otro programa de cotilleo, pero no lo podía dirigir hacia ello. La entrevistada lo dirigía hacia la política.

—¿Qué otras cosas vio usted para predecir lo que predijo?
—Vi similitudes con lo ocurrido en Venezuela. Fíjese, acaban de cargarse el Estado de Derecho. Junto al Estado de Derecho, necesariamente sucumben algunas instituciones. Irán luego a por más.
—¿Cómo cuáles?
—Chávez acabó con el Estado de Derecho, con las Instituciones del Estado y con la separación de los Poderes del Estado. ¿Le parece poco?
—No, no me parece poco, pero aquí no se ha dado eso.
—Se está dando. Se lo están diciendo los hechos. Están acabando con el Estado de Derecho, primero con la llamada abogacía del estado, que ya la podemos llamar abogacía del gobierno, después irán a por lo que queda del sistema judicial, por la Casa Real y por las demás instituciones. ¡Si está gobernando con unos criminales!

La última vez que Héctor había tenido una entrevista de política había sido veinte años atrás, ya había perdido la práctica y el contacto con la realidad política. Lo suyo era entrevistar a celebridades del mundo social y de la farándula. El teleprónter le enviaba cada vez más advertencias para que no se le fuera de las manos la entrevista.

—¿Por qué dice que son criminales?
—Fueron los asesores de los criminales que gobiernan en Venezuela.
—Pero eso no quiere decir que sean criminales. Los abogados defensores de los presuntos homicidas no son criminales por defenderlos.
—No. Pero los asesores, que le dieron guías de acción para el control social —por cierto soviéticas— sí lo son. Como si el abogado que usted pone de ejemplo le recomendase al cliente asesinar. Cuando usted aconseja tal o cual cosa y eso es criminal, usted es también un criminal. ¿No lo cree?

El teleprónter advertía: «¡Cambia ya!». Pero él sentía curiosidad por las cosas que diría la entrevistada sobre el caso. Se debatía internamente entre continuar la tónica que llevaban o hacerle caso a las advertencias de producción.

—O sea que lo que usted previó no fue algo que surgió por inspiración sino algo reflexionado.
—Claro. Mire lo que hicieron en La Paz. Ese modus operandi es el mismo de los chavistas. Es que parece que fueran cortados por la misma tijera, del mismo patrón.

«¡Vamos a comerciales ya! ¡Ven a la sala!», señaló el teleprónter. Hubo una pausa y Héctor se levantó y se marchó del plató. El público comenzó a hablar entre ellos, algunos en voz alta imprecando a Elvira. «Mira, Héctor, no quiero que se te vaya de las manos la entrevista. Tienes que cambiarle el rumbo», le dijo el director. «¿Este es el rating? ¿Cómo coño quieres que le cambie el rumbo?, ¡mira el rating, joder!», le dijo Héctor, señalándole la curva del índice de audiencia, que subía minuto a minuto desde que comenzó el programa. «Sí, ya la he visto, por esa misma razón, para mantenerlo alto, debes enderezar la conversación, ¿vale?». «No, creo que es una gran oportunidad. Ayudadme vosotros con el teleprónter. ¿Vale?» Y se regresó al plató. «Llama a Esteban», dijo el director a uno de sus asistentes. Esteban era el periodista especializado en política. Le solicitaría que le indicara en el teleprónter las claves para evitar que el programa se arruinase.

—Volvemos con nuestra entrevistada, la señora Evelia Ramírez. ¿Cuándo se dio cuenta de que iba a ocurrir lo que ha ocurrido?
—Hace meses me di cuenta de quién es el personaje. A las dos o tres semanas de las elecciones comencé a atar cabos, cotejar información y advertí el camino que iba a llevar el nuevo gobierno, de su evidente deriva totalitaria. Con solo conocer los socios, comunistas que «asesoraron» a Chávez y a Evo, terroristas, separatistas, ¿qué se puede esperar? El que se acuesta con niños amanece meado. Yo no fui la única, hubo varios periodistas y analistas que previeron un desastre, ninguno de ellos se tilda de adivino, estoy segura. Hubo uno que dijo que asistía fascinado a la carrera hacia el abismo que llevaba el país.
—¿Qué podemos esperar? Se habla mucho de Iberia en la UE, algunas voces piden que se le expulse del exclusivo club ¿qué piensa de eso? —preguntó él, leyendo el teleprónter.
—Una cosa son los pueblos, los países, y otra los gobernantes. Esas voces que usted dice son de los gobernantes. No todos los que piden que Iberia salga son enemigos de Iberia, ni todos los que piden que se quede son amigos. Eso es lo que le puedo decir.
—Pero, ¿quiénes cree usted que van a pedir que se quede? —preguntó Héctor, sin leer la pregunta que estaba en el teleprónter.
—No voy a dar nombres. Todos los conoceremos. Esos son los interesados en el contubernio con el dinero, bien o mal habido, con tal de que sea mucho. Y estos criminales basan su poder hegemónico en la compra de conciencias. Para eso, necesitan mucho, mucho dinero. En Venezuela fue más de un billón de dólares el que manejaron para arrasar la nación. Lo peor para el país no va a ser que unos quieran que se quede en la UE y que otros quieran que salga. Eso no va a ser lo peor.
—¿Usted cree que el pueblo ibérico dejará que ocurra lo que ocurrió en Venezuela? —preguntó Héctor, una pregunta que leyó del teleprónter.
—Por supuesto. También el pueblo alemán dejó que Hitler hiciera lo que hizo y el pueblo cubano a Fidel y el mexicano a López Obrador. Ya el «gobierno», incluso la Corona, han hecho cosas inadmisibles y ¿qué ha hecho el pueblo? El pueblo está anestesiado con el fútbol, los teléfonos inteligentes y los programas de televisión insulsos y frívolos. Pan y circo, como dijo Juvenal.

Este último comentario tocaba las fibras de Héctor, pues su programa era de este corte, insustancial y sandio. Él lo sabía y, en ocasiones, le dolía reconocer eso. Si no fuera por los euros...

—¿O sea que el pueblo no hará nada?
—Puede ser que, a la larga, hagan algo, pero ya será tarde. Ya es tarde ahora. Esas cosas hay que abortarlas antes de que nazcan o recién nacidas, no después. Se lo digo por experiencia. Mire la historia.
—¿En qué va a terminar todo?
—Como en Venezuela, si no lo detienen. La instauración de un sistema totalitario de izquierda mimetizado de democracia. ¿Cómo es que no pueden verlo si los tuvieron aquí al lado, en la URSS, en Alemania, en Polonia, en Rumania? ¿Cómo es que votan por ellos? ¡Por favor, están más ciegos que los venezolanos!
—No comparto su pesimismo, lo lamento. ¿Nos puede adelantar una recomendación de lo que podamos hacer para evitar la catástrofe que dice va a ocurrir?
—Ninguna en particular; solo le puedo comentar que esos cánceres hay que extirparlos de inmediato al haberlos diagnosticado. Entiéndalo como lo entienda. Entienda por extirpar lo que entienda. Repasen su propia historia, para que, en caso de que la vayan a repetir, no sea por ignorarla...

En el teleprónter apareció el mensaje final por cuadruplicado: «¡Terminó la entrevista, ya!». En la sala de dirección, Esteban le dijo al director: «La quiero en mi programa. Contáctala». En las gradería, el público presente estaba anonadado. Héctor despidió el programa y a la invitada de forma súbita, sin aviso ni protesto.

jueves, 19 de diciembre de 2019

El Quijote bajo la lluvia


De Fondo Antiguo de la Biblioteca de la Universidad de Sevilla from Sevilla, España - "LLenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros...", CC BY 2.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=51651611

---

Aquél invierno fue particularmente copioso en la finca. Las lluvias eran interminables, podían durar casi todo el día. Cien o doscientos milímetros de marca pluviométrica en tan solo unas horas. Los días se antojaban largos, tediosos, soporíferos. ¿Qué hacer en esos dilatados días en un sitio que carecía de energía eléctrica y de cualquier otra facilidad para el sano esparcimiento bajo techo? ¿Qué hacer para contraer las voluminosas y vacías horas de la existencia hasta reducirlas a lo insensible; o para aprovechar el inexorable paso del tiempo en alguna actividad sustanciosa?

Leer.

Una vieja edición de la Espasa-Calpe, adquirida a finales de los años sesenta, tenía en un solo volumen los dos libros del Quijote. Mientras Zeus esté empeñado en regar de agua nuestras tierras hasta la saciedad, habrá tiempo de leerlo. Sí, hubo tiempo de degustarlo a placer, bajo el hipnótico y agradable sonido de la lluvia sobre el techo de zinc. La lectura del Quijote es entretenida, incluso ligera. Es una novela que sabe entrarle al lector; salvo algunos términos específicos, diría que especializados, relativos a los utensilios y herrajes equinos en castellano antiguo, que, sin diccionario al lado, hay que pasarlos de largo. Pero su omisión no opaca la lectura. Es otra propiedad que tiene esta magna obra. Se deja paladear con sal, sin sal, con especias, sin ellas.

Entonces, ¿en la época de Cervantes la gente también era así; tenía las mismas aspiraciones, carencias y virtudes? Sí, contesta el complutense desde el pasado, sonriendo, viendo al lector con mirada piadosa y sintiendo la natural satisfacción por que sus palabras trascendieron una vigencia secular. No es para menos.

Leer el Quijote a los cincuenta años de edad tiene sus ventajas. El pasar por la vida antes de pasear por sus páginas logra que, en lugar de enterarte de ciertas cosas, las confirmes. Es más fácil su lectura y más reconfortante. Y las confirmas con un sabio que está a cuatrocientos y tantos años de distancia, no con un advenedizo que tengas al lado.

El final de su lectura deja una nostalgia en la boca, ansias por nuevas aventuras y pesar por la muerte del hidalgo. Ya no habrá más, terminó sus andanzas. ¡Qué pena!

En un lugar de la zona tórrida, cuyo nombre es Guanarito, ha mucho tiempo que leí, bajo un torrencial aguacero, en medio del verdor llanero, las aventuras del noble caballero de lanza en astillero. El son de la pluvia y su aroma, en mixtura con acordes de tonadas, me recuerdan esta obra policroma, que atesora enseñanzas acertadas.


Tonada de las espigas, de Simón Díaz.
Allí, donde leí a Cervantes.


---
Artículo sobre El Quijote en Wikipedia:
El Quijote en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes:
En la Biblioteca Nacional de España:
En YouTube (proyecto de la RAE):

Ya no hay excusa para no leerlo, o escucharlo.


jueves, 12 de diciembre de 2019

Profesores olvidables


Imagen tomada de pixabay.


Todos hemos tenido grandes maestros. Profesores dignos de recordar, que nos enseñaron sobre una rama del saber y también a ser gente. Son esos docentes que uno rememora con afecto, los imprescindibles de Brecht. Los inolvidables. Pero también hemos tenido aquellos que son olvidables por completo, indignos y que, por desgracia, nuestra memoria —que no es de silicio— no los borra.

En el tercer año de bachillerato tuve uno de esos profesores peculiares, era de matemáticas. En uno de los exámenes, obtuve dieciocho puntos, siendo veinte la nota máxima posible. Fui el único alumno que salió bien en ese examen. Hubo dos o tres alumnos que sacaron diez (la mínima nota para aprobar), los demás estaban reprobados. Ante semejante desigualdad, él me puso doce, aduciendo alguna razón que ahora no recuerdo, pero que aludía a que no era posible que alguien saliera tan bien y los demás mal. Niveló hacia abajo el salón. Cuando le conté a mi padre, q. e. p. d., lo sucedido, él comentó: «Es un comunista». Muchos años después, otro coronel —no Buendía—, niveló hacia abajo a todo el país, hasta arruinar a casi toda su población. Era otro comunista.

En la universidad «disfruté» de un docente que era muy criticado por el alumnado. Una vez, un profesor de confianza, al preguntarle por qué la universidad no había salido de aquél, nos contestó que tendrían que desembolsar mucho dinero por las prestaciones sociales que le deberían cancelar, pues hacía muchos años que daba clases ahí. Así, los alumnos nos veíamos en la obligación de aguantarlo. De esa materia, mecánica de suelos, pude aprender algo luego de graduarme, no antes. Hubo un examen célebre, constaba de un solo ejercicio, creo que una aplicación del círculo de Mohr. Única pregunta, ¿el suelo falla? Había dos posibles respuestas, sí o no. O fallaba o no fallaba. No importaba lo que se contestara, las notas eran unas combinaciones estocásticas que no referían a la respuesta: algunos dijeron que fallaba y sacaron dieciséis o cualquier otra nota, otros que no fallaba y sacaron dieciséis o cualquier otra nota. No estaban reprobados todos los que habían dicho que sí fallaba ni todos los que habían dicho que no. ¿Corrigió el procedimiento numérico y no la respuesta? No, tampoco; eso lo verificamos luego del examen y de nuevo después que él dio las notas. Tal parece que lanzó al aire los exámenes, los que cayeron sobre la mesa estarían aprobados, los otros no. Y este no fue el peor profesor que tuvimos durante los estudios universitarios.

En estos días, una docente (sospecho que de esa estirpe que se hace llamar «docenta»), reprendió a un alumno por loar a su patria, España(1). El chaval protagonista, y víctima, de esta historia (que en la reseña muy apropiadamente califican de «kafkiana»), ya podrá colocar a la docenta en la casilla que le corresponda. Es insólito. Dalí o Breton fliparían con este suceso.


---


miércoles, 11 de diciembre de 2019

Nuevas panaceas, nuevos residuos.


El profesor Javier Rodríguez dictaría su segunda clase en el vertedero para polímeros de Los Hueros. Llegaron en el bus de la facultad a las diez. Cogió de su mochila un frasco de vidrio de cinco litros en el que había una muestra de metal, una de madera y otra de carne cruda y lo llenó con residuos plásticos. De una pequeña botella tomó, con un cuentagotas, un poco de fluido bermejo, espeso, y vertió dos gotas del elixir sobre los plásticos del frasco. «Tres gotas por cada kilogramo de plástico», dijo. Tapó el frasco y lo colocó en el suelo. Los alumnos estaban intrigados. «Al terminar la clase, veremos qué pasa con el plástico. Comencemos».
—¿Qué es el líquido rojo, profesor?
—Al final de la clase os contaré. Ahora daremos un paseo por el vertedero. Aquellos que hayáis traído zapatos delicados quedaros aquí.
El grupo, avisado con una semana de antelación, se había pertrechado con zapatos viejos.

El docente iba recordando conceptos a sus pupilos, señalando los diferentes tipos de polímeros que ahí se acopiaban, destacando sus características e indicando el tipo de tratamiento que recibirían antes de reciclarlos para generar nuevos materiales, la mayoría de ellos polímeros. Ernesto, hijo de un empleado que trabajaba en un desguace, notaba similitudes con los metales, que también generaban metales al reciclarlos. A la mitad del recorrido, una de las alumnas murmuró: «¿Y por qué razón hicieron tanto alboroto hace treinta años?». La pregunta no tenía destinatario, era una reflexión en voz alta, pero Rodríguez pensó que era para él.
—¿Cuál es tu nombre? 
—Andrea.
—Hace treinta años la percepción que se tenía era muy distinta, Andrea. Todo fue una gran mentira, una de esas grandes mentiras que ha salpimentado la historia.
—¿Como la de que somos iguales? —preguntó Ernesto.
—Sí. Ese es un buen ejemplo. La del cambio climático, si bien era cierto que existía, se sobredimensionó por motivos económicos. Respondía a una agenda oculta.
—No entiendo, profesor. ¿Puede explicarnos eso mejor? —preguntó Andrea, perpleja.
—A ver, hay que ir más atrás. Hubo una concomitancia de varios factores, que podré detallar en el aula, en otra clase. Lo económico cobró cada vez mayor relevancia. Así, diversos sectores se aliaron para quitarle la hegemonía a las industrias establecidas, cada vez más poderosas y, algunas, inmoral, criminalmente contaminantes. La agenda del cambio climático fue la perfecta excusa para sustituir esas industrias por las de los emporios emergentes. Hay que apuntar que las nuevas tecnologías resultaron ser menos agresivas con el hábitat, pero no son, de ningún modo, la utopía.
—Pero..., pero ¿cómo explica que algunas industrias tradicionales continuaron?
—Has dicho bien: algunas. Las que anticiparon las intenciones de la competencia, investigaron y manufacturaron productos con las tecnologías llamadas a dominar. Es el caso de las de Detroit o las petroleras. Las que no adoptaron cambios fracasaron, como nuestros astilleros o las centrales nucleares.
—No puedo creer que todo eso fue un simple negocio. ¡Había cambio climático, profesor! —espetó Andrea.
—Sí, lo había, Andrea. Aún lo hay, siempre lo hay. Y lo habrá. No hay procesos industriales o biológicos, incluso geológicos, ni naturales ni artificiales, que violen las leyes de la física o de la química. Todos dejan secuelas. Pero no había el peligro que un grupo hizo creer. Además, las nuevas tecnologías también producen residuos. En nuestra próxima visita os daréis cuenta de ello.
—¿O sea que los resultados de las investigaciones estaban manipulados? —preguntó Ernesto.
—Digamos que estaban mal interpretados. Las simulaciones con inteligencia artificial, considerando múltiples variables estocásticas, demostraron que los cambios que producen los procesos humanos no son del tamaño que se pensó al comienzo.
—¿Siempre se trata de dinero, entonces? —preguntó el que estaba al lado de Ernesto.
—Sí, siempre es un asunto de dinero, o de poder o de recursos. No es por amor al planeta, salvo un grupo de románticos que sirvieron de punta de lanza en las protestas. ¿Creíais que era eso? —preguntó Javier, sonriendo—. Leed el libro del doctor Leonard Schumann, ahí lo cuenta todo. Vamos, sigamos con lo nuestro —dijo, dejando atónitos a los futuros licenciados—. Espero que vosotros seáis románticos...

Regresaron a donde estaba el frasco. Las muestras de metal, carne y madera estaban intactas. Los plásticos se habían convertido en filamentos blanquecinos, parecidos a los tallarines de arroz. En el fondo del frasco se precipitó una sustancia oscura. «La sustancia oscura es materia orgánica residual, sirve para abono. Lo blanco es celulosa», dijo mientras abría el frasco. Tomó algunos filamentos y se los comió. Ante los boquiabiertos alumnos, repitió: «Es celulosa, lechuga. ¿Queréis un poco?». Solo tres o cuatro tomaron algunos filamentos y comieron. «Sí, sabe a lechuga, ¡ja, ja!», dijo uno.
—A este vertedero, tal como lo veis, le queda poco más de un mes.
—Nunca nos dijo qué era la sustancia roja que le echó al frasco.
—Son nanorrobots orgánicos. Ahora son parte del precipitado.
—Yo vi algo parecido en una vieja película... pero los robots solo destruían objetos humanos, no producían derivados ni residuos.
—El que inventó estos nanorrobots se inspiró en una película, quizás sea la misma. Este vertedero empleará esta tecnología dentro de dos meses. Se lava el plástico, se coloca en una cuba y se le agregan los nanorrobots. Los residuos serán abono y la celulosa alimento para rumiantes. ¿Genial, no?
—¡Para rumiantes y veganos! —dijo un estudiante desde atrás. El comentario causó risas.
—La solución, como podéis ver, viene de la ciencia, siempre ha venido del mismo sitio... Vámonos, ya es hora de comer. La semana que viene visitaremos el vertedero de las baterías de los coches eléctricos,... los nuevos desechos que nos están dando dolor de cabeza. Vais a flipar al ver las montañas de baterías y su costoso proceso de reciclaje, que incluye producción de dióxido de carbono para las plantas... que ahora lo piden a gritos.


Imagen tomada de pixabay.