viernes, 3 de enero de 2020

El coriano


Imagen tomada de pixabay.


La jornada había concluido, eran las cinco de la tarde y los vaqueros ya estaban desensillando a los caballos para bañarlos, como todos los días. En los gestos de las bestias se leía que estaban contentos porque se acercaba la hora de refrescarse y comer un poco de maíz antes de retirarse a pastar y luego a descansar. Los tres vaqueros bañaron con agua y cepillo a sus corceles. Por la carretera de entrada a la hacienda, una figura humana se acercaba caminando. Eran las seis y el sol ya tenía su mitad inferior oculta tras los árboles más altos de la sabana. Siendo la hora del ocaso, era menester actuar con precaución, pues la silueta no era conocida por ninguno de los presentes. ¿Un desconocido a la hora en la que menguaba el día?

«¿Entonces no es nadie que ustedes conozcan?». «No, patrón, ese no es de por aquí». A medida que la silueta se hacía más nítida, más seguridad mostraban los vaqueros y la cocinera de que el visitante no era de la zona. El patrón se llevó a la boca una pizca de chimó y fue a buscar su escopeta. Era una arma nueva, de dos cañones; la revisó, la cargó con dos cartuchos de calibre doce y la apoyó en la pared, de pie, con la culata en el piso. Guardó dos cartuchos más en un bolsillo, buscó una banqueta y se sentó al lado de ella, con la espalda vertical, separada de la pared. Los vaqueros se retiraron a cenar. A los pocos minutos llegó el desconocido. Traía en su espalda un morral, del que emergía el mango de un machete.

—Buenas tardes, patrón.
—Buenas tardes.

El patrón esperó unos segundos a que el enigmático visitante, que ojeaba todo en derredor, dijese qué deseaba, para qué estaba ahí. En vista de su silencio, él preguntó: «Dígame, qué desea». El hombre pareció recuperarse de un ejercicio de gran concentración mental que realizó para llevar a cabo el registro ocultar del entorno, nuevo para él. «Ando buscando a Eleuterio Domínguez. ¿Usted lo conoce?». El patrón recostó su espalda de la pared y escupió chimó, bañando el tallo de un semeruco cercano con el repugnante fluido.

En la cocina, los tres vaqueros y la cocinera tomaban la cena en silencio para no perderse nada de la conversación que sucedía a pocos metros. Para que los dos pequeños tusos se mantuvieran entretenidos y no hicieran ruido, los cuatro comensales le lanzaban sobras de comida. Cuando oyeron decir el nombre que pronunció el visitante dejaron de comer en el acto. La cocinera y los otros dos vieron con ojos desorbitados a Eleuterio.

—No, no lo conozco. ¿Y usted para qué lo busca?
—Ah, pero si no lo conoce ya no le debe interesar para qué lo busco...
—¿Y quién le dijo que lo buscara aquí?
—Unos hombres del pueglo me dijeron que trabajaba aquí. Me dijeron: «Ese trabaja en el hato El Semeruco». ¿Trabaja aquí?
—No. Ya le dije que no lo conozco. Los que le dijeron a usted eso se equivocaron.
—¡Gua! ¿Y entonces?

La cocinera continuó comiendo y los otros dos también. Eleuterio seguía pendiente de lo que se hablaba afuera. Se levantó de la mesa con sigilo y agarró un cuchillo de los que había en la cocina. Tomó el más grande. La cocinera susurró: «¿Y usted qué le hizo a ese?», «Nada, ni siquiera lo conozco», murmuró él. «¿Entonces?», preguntó uno de los vaqueros.

—Así como se lo digo. Aquí no trabaja nadie con ese nombre. ¿Era gente de El Palmar los que le dijeron?
—¿No será que él se presentó aquí con otro nombre?
El patrón echó otro esputo de chimó antes de decir: «No».
—¿Usted me permitiría ver al personal que trabaja aquí?
—¿Para qué quiere verlo?
—Pues para ver si Eleuterio está aquí; usando otro nombre, claro.
La amabilidad inicial del forastero mutaba progresivamente hacia tonalidades más agrias.
—¿Y qué le hizo a usted ese tal Eleuterio, si se puede saber?
—Eleuterio Domínguez mató a mi padre.
Otro escupitajo de chimó, más grande que los anteriores, más asqueroso, regó el tallo de una guanábana que estaba próxima.
—Esa es una acusación muy grave. ¿Usted no ha denunciado los hechos a la policía?
—No, patrón. La policía no me va a resolver nada. Yo lo resuelvo, lo mato y se acabó.
—¿Y si usted está equivocado? Podría haber sido otra persona.
—Que usted lo esté defendiendo tanto me hace pensar que está aquí. ¿Está aquí?


Imagen tomada de pixabay.


Dentro, en la cocina, la mujer recogió los platos en silencio y los puso en el fregadero. Los dos vaqueros tomaban café y veían sorprendidos a Eleuterio. «¿Es verdad, Eleuterio?». Él negó con el dedo y luego lo puso sobre los labios para solicitar silencio a su compañía. «Ay, Eleuterio, ¿en qué lío se ha metido, ah?», musitó ella.

—No, no está. Pero pase para que lo vea usted mismo.
Eleuterio salió de la cocina por una puerta auxiliar que estaba en la parte de atrás, que daba con un pequeño huerto que la mujer mantenía. Ahí sembraba tomates, ají, pimentones, caraotas y quinchoncho. El agraviado entró en la cocina. «Buenas tardes tengan los señores. Buenas tardes, señora». Todos contestaron con cortesía seca a su saludo. «Ya veo que aquí no está. ¿Ustedes no conocen a Eleuterio Domínguez?».

A todas estas, ya Eleuterio estaba escondido en una pequeña montaña muy densa, poblada de samanes, jobos y ceibas, ubicada a unos treinta metros del escuálido campamento del fundo. El visitante recorrió con la vista la cocina. «Les quedó abierta esa puerta», dijo, señalando la puerta por la que Eleuterio acababa de escabullirse. Dio media vuelta y volvió a hablar con el patrón.

«¿Ustedes conocen a ese?», preguntó la cocinera a sus compañeros, hablando en voz muy baja. Ambos negaron con la cabeza. «¿Ese no es el hijo de Arturo?», preguntó ella. «¿Cuál Arturo?», inquirió uno de los vaqueros. «El que tenía una finca como a media hora de El Palmar, yendo a pie en vía a Soledad; una finquita pegada al río, frente a una romana que hay acullá».

—Ahí no está Eleuterio, patrón. Pero algo me dice que puede estar cerca. Ahí hay tres caballos recién bañaítos y adentro hay dos hombres. Un tercero parece que se fugó por la puerta de atrás. ¿Por qué lo protegen? ¡Es un asesino!
El patrón veía cada vez más difícil convencer al visitante de que ahí no estaba su presa.
—Uno de los caballos es el mío. Haga una cosa, vaya a la policía a poner la denuncia si está tan seguro de eso.
—¿Cómo no voy a estar seguro si lo vi yo con mis propios ojos?
—¿Y cómo es que no lo agarraron al momento?
—¡El hombre andaba armado de escopeta y con dos más! Yo estaba solo con mi mama. Fíjese, yo no tengo escopeta, solo cargo un machete, con el que lo voy a matar.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó el patrón, para confirmar su sospecha.
—Hace dos semanas, patrón.

La mujer volvió a susurrar a sus compañeros. «Sí, es el hijo del viejo Arturo, el de la finquita que yo dije». «¿Y por qué Eleuterio hizo eso?», preguntó uno. «Nosotros no lo conocemos; ese carajo empezó a trabajar aquí hace diez días. A lo mejor anda escondiéndose de la familia del finado», contestó el otro.

Llegado a este punto, ¿qué podía decir el patrón para persuadir al forastero de que cejara en su venganza? Solo le reiteró que era su derecho denunciar a la policía, pero eso no lo convenció.
—No, patrón. Esos lo van a meter preso unos días y después lo sueltan; aquí no hay justicia. Esta es la justicia —dijo, agarrando el machete que tenía en la mochila y enarbolándolo. Gesto que movió al patrón a tomar la escopeta y encañonar al sujeto en un movimiento rápido como un rayo.
—¡Cálmese, suelte ese machete!, ¡váyase! Váyase tranquilo y déjennos en paz. Ese no es nuestro asunto —dijo el patrón, sin dejar de apuntarle, mientras esputaba otro repulsivo gargajo de chimó que se estrelló a diez centímetros de los pies del hombre.
El extraño guardó el machete en el morral. «Hágame el favor, patroncito, si ve a Eleuterio, dígale que lo voy a matar. Adiós». El hombre dio media vuelta y se marchó. 

Era luna llena, la silueta del forastero abandonando la hacienda dejó de verse a los quince minutos, cuando se mimetizó con los arbustos y los jobos que custodiaban ambos lados del camino. Los vaqueros se asomaron por la puerta de la cocina y confirmaron que el visitante ya se había ido. El patrón entró a comer. «Vamos a avisarle que ya puede salir de la montaña», dijo uno de los hombres. La cocinera le sirvió el hervido de res al patrón y se puso a lavar los platos mientras los dos vaqueros salieron a notificar a Eleuterio. «Ya puede salir, Eleuterio, ya el hombre se fue», dijo uno en voz baja. Estuvieron casi media hora buscándolo por la intrincada montaña pero no lo consiguieron. Se regresaron al campamento. «Ese se jodió», dijo ella. «¿Por qué?», preguntó el patrón. Uno de los vaqueros y la mujer contestaron al mismo tiempo: «Porque esos son corianos». «¡Vamos a ser compadres!», exclamó ella.

—Vaya buscando otro vaquero, patroncito —dijo la mujer cuando le sirvió el café.

Al día siguiente, luego de hallar el cuerpo de Eleuterio, que tenía incontables cortes de machete, el patrón fue hasta El Palmar a informar a la policía para que retiraran el cadáver.

—¿Entonces nadie sabe qué pasó ni quién fue? —preguntó el policía a los dos caporales y a la mujer. Los tres negaron con la cabeza. El patrón, que estaba presente, también lo negó mientras lanzaba un escupitajo de nauseabundo chimó contra la guanábana, embadurnándole el tallo.


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